Sólo entendemos del todo el milagro de la vida cuando dejamos que suceda lo inesperado.
Todos los días Dios nos da, junto con el sol, un momento en el que es posible cambiar todo lo que nos hace infelices. Todos los días tratamos de
fingir que no percibimos ese momento, que ese momento no existe, que hoy es igual
que ayer y será igual que mañana. Pero quien presta atención a su día, descubre
un instante de silencio después del almuerzo, en las mil y una cosas que nos
parecen iguales. Ese momento existe: un momento en el que toda la fuerza de las
estrellas pasa a través de nosotros y nos permite hacer milagros.
La felicidad es a veces una bendición, pero por lo general es una conquista. El
instante mágico del día nos ayuda a cambiar, nos hace ir en busca de nuestros
sueños. Vamos a sufrir, vamos a tener momentos difíciles, vamos a afrontar
muchas desilusiones…, pero todo es pasajero, y no deja marcas. Y en el futuro
podemos mirar hacia atrás con orgullo y fe.
Pobre del que tiene miedo de correr riesgos. Porque ése quizá no se decepcione
nunca, ni tenga desilusiones, ni sufra como los que persiguen un sueño. Pero al
mirar hacia atrás —porque siempre miramos hacia atrás— oirá el corazón que le
dice: «¿Qué hiciste con los milagros que Dios sembró en tus días? ¿Qué hiciste
con los talentos que tu Maestro te confió? Los enterraste en el fondo de una
cueva, porque tenías miedo de perderlos. Entonces, ésta es tu herencia: la
certeza de que has desperdiciado tu vida.»
Pobre de quien escucha estas palabras. Porque entonces creerá en milagros, pero
los instantes mágicos de su vida ya habrán pasado.